Algunas personas obtienen un sentimiento gratificante de seguridad al lograr manejar un auto, una moto, bicicleta o un monociclo. Para mí esa sensación recaía en la posibilidad real de trepar un árbol, sin romperle nada a él o a mí (pero estaba garantizado que jamás saldría ilesa, claro). Llevo conmigo aún marcas ancestrales de raspones, cortes, astillas y estrepitosas caídas de descoordinada varonesa rampante.
Encuentros furtivos con gatos techeros, nidos de aves, pares de zapatillas (de esos que los traficantes de drogas cuelgan en los cables para avisar de su presencia), y las vistas, siempre las vistas. Jóvenes amantes torpes, con poca imaginación para la actividad sexual; cuarentones fofos en medias, mirándose el pene al espejo mientras se ajustaban la camisa, luego la corbata; viejitas sacándose capa, tras capa, tras capa de ropa; oliendo los fustanes para determinar si necesitan ser lavados o una buena oreada podía ser suficiente. Ellos eran mis amigos. En ellos pensaba antes de dormir, y los imaginaba durante el día al mirar por la ventana del salón de clase.
Incluso les había inventado nombres. La viejita en la casa vieja de la esquina, esa que se obsesionaba con limpiar la cornisa de la ventana, se llamaba Endora. Era un nombre antiguo pero con carácter y la sensualidad suficiente. Claro que no ella era nada sensual, de hecho siempre supe que le iría mejor un nombre como Juana, pero no se lo pondría porque de una u otra forma, estaba convencida de que ella limpiaba la cornisa para dejarse ver más y acompañarme un poco en mis solitarias tardes después del colegio; por ende yo estaba en deuda, y al menos mi imaginación debía esforzarse por enaltecerla.
Endora nunca me miró directamente. No creo que le fuera posible ya que usaba lentes para todo, se los cambiaba a cada rato. Los de leer de cerca, los de ver la televisión, los de salir a la calle, los rotos que había parchado y usaba para la limpieza y quehaceres de la casa. Pero cuando miraba por la ventana, nada, no se ponía ninguno. Era como si no tuviera deseo alguno por ver del mundo exterior, y eso por supuesto era una gran intriga y llamaba a gritos mi atención.
Esa era mi amiga Endora. Una redondez de canas azuladas, agua de azahar y polvos cosméticos Pond's, que combinaba elegantemente con un labial carmesí.
Pero no éramos sólo nosotras dos. La vida trepada en las moreras traía seres que debían serme más familiares. Había una familia a quienes bauticé como los Medina, apellido que encontraba suficientemente común como para resaltar en ellos, la profundidad de sus vidas, vistas a través de una óptica tan cotidiana y aburrida.
Margarita era hija única. Una chica de 21 años que estudiaba administración de empresas en la Universidad Alas Peruanas. No dedicó gran esfuerzo al elegir su carrera porque tenía a sus viejos presionándola, y a toda su promoción ingresando a universidades más respetadas, pero eso sí, quería hacer plata, entonces le resultó obvio que la fórmula más sencilla sería esa. Una vez en la carrera, decidió que la tomaría lo más seriamente posible, y que resaltaría entre el resto de alumnos; le sería sencillo, era lo suficientemente bonita y blanca.
La vida de Margarita transcurría entre la universidad y su novio. Paco era un chico básicamente guiado por la sorda desesperación de sus espermatozoides. Tenía 20 años y estar con una muchacha mayor (incluso un año mayor), significaba para él, el galardón más grande que se le pudiese entregar.
Tuve la magnífica oportunidad de ver cómo su relación floreció. Desde las primeras veces que Margarita lo llevó a casa y se sentaban incómodos en la sala, esperando que la madre con apariencia de vedette terminara de lavar los platos y se fuera al segundo piso de la casa, para entregarse pasionalmente a los besos más terribles que mis jóvenes ojos habían visto. Se paralizaban inmediatamente apenas algo sonaba en la casa, Margarita cogía un libro al revés y pretendía leerlo en voz alta mientras Paco se arreglaba las puntas del peinado. Y qué terrible peinado me parecía. Paco me era agradable para observar, pero jamás hubiera podido desarrollar deseo hacia él como Margarita sí lo hizo. Era una mezcla de pelos engominados, acné lustroso en la cara y la meticulosidad suficiente de arreglar su apariencia lo como para no dejar duda alguna de estar tratando con un completo homosexual. Punto aparte era que entre ellos, la cuestión el amor no quedara clara. Parecían adorarse delante de otros amigos cuando visitaban la casa de Margarita, y él era un caballero completo por las noches cuando se cruzaban con el papá que volvía molido del trabajo. Pero a solas, o se besaban, tocaban, tiraban, o miraban televisión sin siquiera comentar lo que veían. Entonces yo me preguntaba si tal vez eso era el amor, una cosa aceitosa con el soundtrack del programa miserable de Raúl Romero.
Pocas semanas después de haberlo llevado a casa por vez primera, Margarita debió convencer a su madre de que la deje llevar a Paco a su habitación. Un buen día él llego a buscarla como todos , a las 3:30pm, y ella lo recibió recién bañada, cosa que nunca ocurría. Paco estaba por acomodarse en el sillón grande de la sala, pero sintió un jalón de mochila. Era Margarita que lo invitaba a subir las escaleras. “Mi madre ha salido, pero además, me ha dejado subirte al cuarto con la condición de que sólo miremos televisión, estudiemos o conversemos, nada de toqueteos”.
Yo leía los labios de Margarita, era imposible que estuviera diciendo otra cosa. Luego los vi desaparecer de la ventana de sala y la luz de su cuarto en el segundo piso se encendió. Paco miró por unos cuantos segundos el cuarto revestido de muñecos peluches, posters de cantantes adolescentes y rosado, cantidades industriales de color rosado. Inmediatamente empujó a Margarita contra su cama y empezó a desvestirla frenéticamente. Ella estaba como una muerta dejándose hacer todo sin moverse mucho. Estaba claro que no era la primera vez, para ninguno de los dos.
Margarita tenía la capacidad de sentir cuando sus padres entraban en la casa, así que nunca divisé en la familia Medina algún incidente que fuera en desmérito de la joven pareja. De hecho después de pocos días de verlos tener relaciones sexuales de la misma forma, perdí el interés y dejé de subir a la morera durante las tardes para verlos.
Pasé a otro árbol cerca, donde 2 gatos me acompañaban hasta la noche. Parecían hermanos, y poco a poco empecé a preocuparme por lo famélicos que estaban. En principio les daba chucherías que compraba a los vendedores ambulantes, pero hubo un punto en el que otros gatos empezaron a venir y mis provisiones no eran suficientes.
Nunca los conté, pero debieron llegar a ser cerca de 18 en su apogeo. Mis comida era poca, pero mi determinación por alimentarlos creciente.
Fueron las únicas veces que mi presencia en un árbol fue notada por los transeúntes. Los gatos maullaban como bebés inquietos por comida. Y mi compromiso crecía como la cantidad de felinos a mi alrededor. Es así como una tarde, desprovista de jamones y quesos hurtados de casa, decidí alimentar a mis mininos con los pichones que dormían en el nido en la copa del árbol donde estábamos. Subí con seguridad muy poco, las ramas eran delgadas y casi no habían hojas que me cubrieran. Una pareja pasaba por debajo y la chica comentó “mira a esa niña, se va a sacar la mierda”. El novio le contestó calmado, como acostumbrado “es la loca de los árboles amor ¿no la conocías?”
Pucha… ¿La loca de los árboles? pensé... Eso me terminó de convencer y di un pequeño brinco para alcanzar el nido. Los pichones dormían. Eran feos, como fetos desollados. Merecían morir en las fauces de mis gatitos.
Bajaba despacio pensando cómo haría para alimentar una veintena de gatos con 4 miserables pichones de paloma, cuando en eso, la delgada rama que me sostenía se quebró y caí de cara al pavimento.
Una línea de sangre se acercaba peligrosamente a mi cara… Pero… espera, era mi cara contra la pista. Y un auto detenido con un gordo mirándome sorprendido. Era mi sangre que formaba un río, y mi morral tirado a varios metros.
Me tomó como 3 semanas estar en pie cómoda, y apenas lo hice, volví a la calle convencida de que mis gatos estarían muertos debajo del árbol. Camino allá, pensé en aplicar una corta visita a Margarita, esperando que hubiera descubierto un rol más activo en su sexualidad con Paco. Pero ni Margarita, ni Paco, ni sexualidad, ni ocho cuartos. Nada. Mi morera había sido cortada. No bastó esta vez con romperle las pocas ramas donde yo lograba treparme, quitarle el follaje que me cubriría durante mis largas vigilias, no. Esta vez habían cortado mi morera de raíz.
Corrí al malecón a buscar mi árbol gatuno. Cruzaba las pistas como un saltimbanqui y mis piernas eran larguísimas. Mis gatos, mis gatos. Estaba tan enfurecida en la marcha que no me di cuenta que había pasado ya la morera sin darme cuenta, Me paré en seco, media vuelta… ¿Pero cómo sin darme cuenta? Era imposible no haberla visto. Sólo significaba una cosa y no era necesario constatarlo.
El fenómeno siguió repitiéndose durante meses con todas las moreras que alguna vez me anidaron. Una por una las vi desaparecer como nubes de otro cielo. La gran mayoría no dejaba ni rastro, era yo que notaba su ausencia inmediata, pero la calle no vestía ni los restos de sus raíces; aparentemente eran huecos que llenaban rápido con cemento o reemplazaban su presencia con faroles o tachos para basura con logos enormes felicitando al Alcalde del distrito.
Pronto dejé de buscarlas. Extrañaba a mis gatos, a los Medina y a Endora, pero mi dolor era otra cosa, una fatiga muda. Enfrenté el miedo. No quería olvidar ni ser olvidada.
Hoy las palomas se portan como pollos gordos que no quieren tener hijos. Caminan en las aceras e interrumpen en paso a los transeúntes.
Endora seguro ya murió. Margarita debe estar llena de plata y Paco bailando en el programa de Raúl Romero.
Los gatos ya no salen de sus casas a embriagarse. Han esperado, mirando por la ventana, que yo llegue con mis fiambres para hacerse a los hambrientos. Pero nunca llego.
Desde mi ventana sin embargo, siento que alguien me mira.